Tengo 36 años. A los 18 fue evidente que tenía algún tipo de problema cutáneo. Costó cinco años y cinco cambios de médico dar con la clave: alergias, una enfermedad autoinmune y atopia. Combo ideal.

Prácticamente a diario, alguien se acerca a mí, me pregunta qué me pasa y, tras un sesudo diagnóstico basado en la ignorancia y la valentía que a menudo la acompaña, me ofrece un tratamiento aleatorio sin evidencia.

Que sé que la gente lo hace con toda la buena intención del mundo, y que no me importa escuchar con paciencia. Pero gente, de verdad, qué bochorno de cuñadeces. Que se me parte el alma por dentro cuando os oigo.

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Gente a la que tienes estima y consideras inteligente, por las buenas abre la boca y suelta estupideces de un nivel abrumador con remedios que escandalizarían a tu cuñado en la cena de Navidad.

Y claro, es difícil volver a poner a esa persona en la estima mental en la que la tenías ubicada. No os rebajéis a eso, de verdad que da vergüenza ajena discutir el diagnóstico consensuado de los cinco especialistas que me atienden y que forman un grupo de trabajo a mi alrededor.

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