A finales de 1958, el arqueóloco británico James Mellaart descubrió Çatal Höyük, clasificándola erróneamente como «la primera ciudad construida en el mundo». Sin embargo, en realidad se trataba de un pueblo muy grande (carecía de estructura administrativa apreciable) y posteriormente se han descubierto emplazamientos más antiguos: Jericó en Palestina, Mallaha en Israel, Abu Hureyra en Siria. Pero este municipio, si es que podemos llamarlo así, era raro. Raro de narices.

Çatal Höyük era un lugar extraño. No tenía calles, ni callejuelas, ni tenían puertas en las viviendas, a las que de hecho se entraba por el techo usando pequeñas escalas. Imagina tener que entrar y salir por una escotilla cargado de comida, residuos, niños...

Las viviendas se amontonaban unas sobre otras y ni siquiera compartían muros: cada familia amontonaba su casa sobre una ya presente, pero construyendo nuevas paredes.

Los habitantes de Çatal Höyük se destacaron por un nivel de artesanía mediante telar exquisito, pero no tenían conocimientos sobre cómo construir puertas o ventanas.

Cómo es posible que una sociedad tecnológicamente avanzada capaz de diseñar telares sofisticados y disponer de una economía basada en la exportación de los tejidos no hubiese descubierto la carpintería de los edificios es algo que todavía hoy desconcierta a los arqueólogos.

Por qué los habitantes de esta villa decidieron construir a kilómetros de los campos arables más cercanos, o por qué eligieron un pantano para edificar, o por qué entraban a las casas por el techo, es parte del misterio.

Es evidente que nos faltan muchos datos.

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